Una tras una, las predicciones que nos hicieron en nuestra infancia (el lector intuirá que el autor de estas líneas es un baby boomer) han ido cayendo. Hemos visto cómo las proyecciones de libros, comics y películas han fallado estrepitosamente. La conquista del espacio que veíamos en 2001 Odisea del espacio, con viajes comerciales a gigantes estaciones orbitales, siguen siendo una quimera lejana. Los coches voladores que iba a utilizar la policía de Los Ángeles en el año 2019 según Blade Runner apenas son pequeños drones de poca autonomía en nuestros cielos. Y, por lo que respecta a nuestra longevidad, realmente más que alargar nuestra vida hemos ido recortando la lista de muertes prematura: hace siglos que el ser humano llega a edades provectas (por ejemplo, Tiziano, el pintor renacentista, habría superado fácilmente y fresco como una rosa el centenario, si la peste no se hubiese interpuesto en su camino). Simplemente ahora es menos probable quedarse a medio recorrido.
Otro de los vaticinios omnipresentes en cualquier obra de ciencia ficción -o simple futurismo- del siglo pasado es el de los robots, como expresión más o menos humanoide de la inteligencia artificial. Lo cierto es que, aspecto exterior aparte, la inteligencia que hemos podido fabricar dista mucho de poder ser calificada de tal: de inteligencia.
En 1996 vimos como el summum de la tecnología (el superordenador Deep Blue) vencía al campeón mundial Kasparov en una famosa partida de ajedrez. ¿Era eso inteligencia artificial (IA)? No, era pura fuerza bruta, análisis de millones de jugadas para determinar el mejor movimiento. Pero, al fin y al cabo, ¿qué es inteligencia artificial? Quizás el principal problema a la hora de evolucionarla es que ni siquiera somos capaces de definir o caracterizar la inteligencia natural. Si desconocemos cómo funciona el cerebro humano, ¿cómo seremos capaces de imitarlo artificialmente?
A diferencia de lo que imaginábamos hace unas décadas, los esfuerzos reales -y realistas- en IA van encaminados a imitar -y mejorar- algunas capacidades del cerebro para liberar al ser humano de determinadas tareas y, ciertamente, ejecutarlas con mayor precisión.
El primer paso ha sido vencer la barrera de la comunicación. Algunos recordarán los desesperados intentos por hacerse entender por los primeros sistemas de reconocimiento de voz de los teléfonos. Tras repetir una docena de veces el nombre de la persona a la que pretendíamos llamar, desesperados, acabábamos buscándolo a mano con el teclado. Actualmente, y gracias a los potentes procesadores y bases de datos ubicados en la nube, los asistentes virtuales son perfectamente capaces de entender qué les decimos. Otra cosa es que sean capaces de interpretarlo (en mi casa, Siri todavía no entiende que si le pido que encienda la luz del despacho me refiero a lo que para ella es la lámpara del estudio).
Así pues, con el estado actual de la tecnología y con las líneas de avance en las que se trabaja, ¿qué podemos esperar para los próximos años? Como siempre, a la hora de pronosticar, especialmente en el mundo de la tecnología, se asume el enorme riesgo de fracasar estrepitosamente. Aun así, parece bastante claro que, en este campo, las líneas están bien trazadas y, simplemente, se profundizará en la calidad de dichos avances.
Un ámbito claro es el de los chatbots y los asistentes virtuales. Vencida la barrera de comunicación entre máquinas y seres humanos, la capacidad de acceder a volúmenes ingentes de datos (Big Data) y procesarlos permitirá ayudar a usuarios y clientes en la toma de decisiones y acceso a la información deseada. Ello proliferará a nuestro alrededor a la misma velocidad a la que perderemos el rechazo a que nos atienda una máquina. Es más, poco a poco, dejaremos de ser capaces de diferenciarlo de un asistente humano.
Otra de las áreas de aplicación es en las máquinas y equipamiento inteligente (machine learning). Máquinas ultra sensorizadas que son, de modo creciente, capaces de ajustarse, autodiagnosticarse, anticiparse a fallos, repararse -o solicitar una reparación- y, lo que es más importante, dialogar con su entorno, sea humano o sea otras máquinas. Con ello podrá optimizar su producción y rendimiento como parte de un entorno cada vez más complejo. Por extensión, las fábricas cada vez serán más inteligentes, más smart, pudiendo llegar a niveles de funcionamiento, flexibles y versátiles, que ningún jefe de producción con años de experiencia puede llegar a obtener.
Por otra parte, el campo más evolucionado, más dinámico y también, más inquietante, es el de la inteligencia artificial aplicada al conocimiento del mercado, el de los gustos del consumidor. En este campo, dos tendencias son clave: la personalización -cada vez podemos identificar las preferencias del consumido de modo más individualizado, lejos del marketing masivo de antaño- y la anticipación -Google ya no solo nos muestra publicidad de los productos que hemos estado buscando en Amazon, sino que empieza a mostrarnos artículos antes de que sepamos que nos van a interesar-.
Más allá, ¿hasta dónde avanzaremos? Es previsible que la inteligencia artificial vaya conquistando, una a una, las diferentes actividades que, durante siglos, han sido exclusivas del ser humano. Tras las tareas mecánicas y repetitivas, irán cayendo actividades que requieran más y más capacidad de análisis y toma cualificada de decisiones.
¿Cuál es la barrera? Probablemente la creatividad. La creatividad es algo tan etéreo e indefinible que parece difícil que lo podamos programar en un sistema inteligente. O quizás no.
Desaparición de la barrera entre lo online y lo offline.
Hay otro ámbito del avance tecnológico en que el ser humano sí está acercándose de un modo razonable a las predicciones de antaño. El mundo virtual, el ciberespacio o como queramos llamarlo, es algo que hace años evoluciona y con el que nos relacionamos de un modo creciente y sin los reparos que los escritores agoreros anticipaban.
La Realidad Aumentada (cualquier puede comprarse a precio razonable unas gafas de RA) nos permite superponer al mundo real información proveniente del mundo virtual. De modo dual, el Internet de las Cosas (IoT) no deja de ser un conjunto de tecnologías que toman información del mundo real (sensorizándolo) y lo introducen en el mundo virtual.
Se pronostica que en 2025 habrá 31.000 millones de dispositivos conectados a internet. Cuatro veces la población mundial. Y subiendo. Es significa que estamos tomando información cada vez más precisa del mundo real e insertándola en el mundo virtual. Con ello estamos creando un gemelo digital cada vez más parecido a nuestro entorno. ¿Con qué fin? Cuanto mejor caractericemos dicho gemelo, mejor podremos prever su comportamiento. De este modo, teóricamente, mejoraremos nuestra calidad de vida, los servicios a los que podemos acceder, la información de lo que sucede a nuestro alrededor, etc.
Dicha tendencia se hace cada vez más patente en todos los ámbitos de nuestro entorno:
Así pues, ¿cuál es la última barrera en esta carrera por la sensorización de nuestro entorno? Es evidente: nosotros mismos, el ser humano.
¿Pero realmente somos una barrera? No nos engañemos, nosotros mismos y la mayor parte de la población a nuestro alrededor ya estamos sensorizados. Y no me refiero a dispositivos como las pulseras de actividad, que también. Todos llevamos encima prácticamente las veinticuatro horas del día, un sensor de ubicación, actividad física y social al que llamamos teléfono móvil (que levante la mano el que, por ejemplo, tenga desactivada la geolocalización de su smartphone).
Pero estamos yendo más allá: empieza a proliferar en el mercado un amplio abanico de dispositivos denominados wearables que sensorizan lo que llevamos encima: ropa y zapatos inteligentes (para la mejora del rendimiento de los deportistas y localización de personas con deterioro cognitivo), gafas (a pesar del fracaso de las Google Glasses, la tecnología sigue ahí con aplicaciones empresariales), relojes lúdicos para controlar a nuestros hijos (que no dejan de ser como los collares para localizar a nuestras mascotas pero con colores más vivos).
¿Cuál será el siguiente paso? Las películas nos han marcado el camino: dispositivos implantados en nuestro cuerpo
Pero ¿y más allá? ¿Rechazaremos otras aplicaciones? Hace dos décadas rechazábamos que nuestro móvil nos geolocalizara mediante triangulación de antenas y hoy en día nadie se plantea que Google no pueda decirnos dónde está la gasolinera más cercana. ¿Quién sabe si en dos o tres años empezarán a ofrecernos -y aceptaremos- un pequeño implante para poder hablar por teléfono sin posibilidad de perder el terminal o sin la enojosa tarea de cargarlo cada día?
Si hay algo que es indudable es la capacidad del ser humano para adaptarse y cambiar, día a día, sus principios más inamovibles.
Eduard Contijoch
Responsable de Desarrollo de Negocio en Industria 4.0 de T-Sytems Iberia
Ingeniero Superior de Telecomunicaciones por la Universidad Politécnica de Catalunya
BBA por la Universidad Politécnica de Madrid